Vino a mi mente el recuerdo del tren en Guatemala. De niña,
mi mejor compañera de viajes era mi abuela materna. Ella y su familia son de
un departamento del interior del país, y en esos años el tren todavía funcionaba. Por
alguna razón le encantaba hacer ese trayecto largo y cansado hacia “su tierra”,
como ella la llama, en aquel único y memorable transporte.
Hoy el tren ya no existe. Solo nos queda como vestigio un
museo en el centro de la ciudad, donde todavía pueden recorrerse los viejos
vagones y la locomotora original. Vale la pena visitarlo.
Recuerdo aquellas madrugadas, levantándonos temprano para
estar en la estación a las siete. Había que llegar con tiempo para conseguir
asiento en uno de los primeros vagones. No eran cómodos. Viejas bancas de
madera que rechinaban tanto como las vías del tren. Aún guardo en el cuerpo el sonido
inconfundible del tren y el vaivén del viaje que duraba ocho horas hasta
nuestro destino. Pero el camino se hacía entretenido. En cada estación subían
vendedores ambulantes con frutas, dulces o comidas caseras. Yo, por supuesto,
aprovechaba para chantajear a mi pobre abuela y probar todas esas delicias.
Todavía hoy, ciertos aromas o sabores me transportan de golpe a esos días.
Lo más emocionante era la llegada. Una pequeña estación
deteriorada en un pueblo diminuto que ni siquiera aparecía en los mapas. Pero
la llegada del tren, sobre todo los fines de semana, era un acontecimiento. La
gente se reunía como si fuese una fiesta. Allí nos esperaba toda la familia,
emocionada, como si viniéramos de un largo viaje del extranjero. Todos se apresuraban a ayudarnos
con las maletas y con los regalos que mi abuela llevaba siempre. Era un
recibimiento cálido, alegre; una celebración inolvidable.
Fueron momentos sencillos, familiares, que permanecen
guardados en el inconsciente aunque a veces parezcan dormidos. Recuerdos
acogedores que, al evocarlos, dibujan una sonrisa y encienden una ilusión en el
corazón.
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