jueves, junio 15, 2017

Mi Yo-Yo en el Pelo



Últimamente siento los recuerdos a flor de piel. Anoche, al contemplar un cuadro que compré en Coyoacán, México, en abril de este año, me invadió la nostalgia por aquellos días de inocencia y ligereza en la infancia, cuando todo parecía sencillo, lleno de ilusión y sorpresa.

El cuadro muestra a una bailarina amarrando sus zapatillas de ballet. De niña estudié cuatro años en la Escuela Nacional de Danza, y aún guardo vivos esos días tan ajetreados como emocionantes. Me fascinaban mis clases. Cada tarde, después del colegio, tres horas de ensayo que hoy me parecerían agotadoras, pero que entonces colmaban mi corazón. No sentía pasar el tiempo. Todavía puedo evocar el sonido del piano, el ritmo marcado en los pisos de madera, mi leotardo negro con medias rosadas y mi cola alta con un moño apretado. 

Ese pequeño moño guarda historias preciosas con mi padre. Una vez a la semana me recogía en el colegio, almorzaba conmigo y luego me llevaba al ballet. Siempre elegíamos algún restaurante cercano. Para él era toda una odisea cambiarme en los baños estrechos de esos lugares; pero lo peor llegaba al momento de peinarme. No sabía hacerme el yo-yo ni colocarme la redecilla. Entonces interrumpía, con mucha pena pero sin vergüenza, a alguna señora que comía tranquila, y le pedía ayuda.

Cuántas manos ajenas y desconocidas peinaron mi pelo y cuántas sonrisas de ternura y empatia recibía mi padre a cambio. Él contaba la historia un poco frustrado y con su característico humor.  Y al final, la misión siempre se cumplía. Yo entraba al salón con el uniforme completo y el peinado impecable.

Son recuerdos hermosos. Dos amores perdidos: el ballet y mi padre. Uno me enseñó la disciplina y la belleza; el otro, con sus gestos sencillos, me enseñó lo que significa amar sin reservas.

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