Pero esa comodidad también ha cambiado nuestra mente. Ya casi no recordamos números de teléfono; no hace falta. Tampoco fechas de cumpleaños, una red social se encarga. Los álbumes de fotos ahora viven en la nube, con descripciones que cuentan dónde estábamos, con quién y cómo nos sentíamos. Allí quedan, supuestamente para siempre. Dicen que incluso al borrarlas, nunca desaparecen del todo. Y así, muchas de las cosas pequeñas pero trascendentales de nuestra vida se han vuelto impersonales, sustituidas por recordatorios y alarmas en un aparato que cabe en la palma de la mano.
Hoy, por ejemplo, Facebook me recordó un viaje familiar a Esquipulas, hace seis años. Con un solo clic pude volver a ver las fotos de aquel desayuno antes de visitar al Cristo Negro. Y lo agradecí, porque en esas imágenes aparece mi padre. Quién diría que un código mecánico de un programa en internet me permitiría regresar a ese momento exacto, a ese día con las personas más importantes de mi vida.
Hoy una de ellas ya no está conmigo. Me cuesta aceptar su ausencia; sigo en la negación. El dolor sigue allí y sé que seguirá. Tal vez, dentro de seis años, al volver a ver estas fotos, pueda recordarlo sin llanto, sin este profundo dolor en el pecho. Tal vez el tiempo haga cayo en la herida. Pero el vacío en el alma… ese nunca se llenará.

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