domingo, junio 11, 2017

Días Soleados




Qué triste está el día, solemos decir en mi país cuando el cielo se viste de nubes.  Tenemos instalado este concepto de que lluvia se asocia a la nostalgia, lo gris a la tristeza, y el sol y la luz a la alegría.

Siempre he disfrutado del sol. Sentir sus rayos sobre mi piel me llena de vida y energía, sobre todo después de una crisis de salud. Creo que esa sensación viene de la infancia. Durante años padecí asma, y cada recaída me condenaba a quedarme dentro de la casa, arropada entre cuatro paredes que sentía como una cárcel. El polvo y el viento podían agravar mi frágil estado, y mi abuela repetía una y otra vez que era mejor no salir.

Por eso, cuando la crisis terminaba y al fin podía volver a jugar, el sol era mi recompensa. Recuerdo esos días como el regreso a la normalidad, podía comer helado, salir con mis amigas, quitarme el suéter impuesto por mi abuela y sentir de nuevo la libertad en la piel. Y siempre o al menos así lo recuerdo, eran días soleados.

El sol y yo hemos mantenido una relación de amor y odio, otra ironía en mi vida. Me fascinan la playa y los días iluminados, pero él, como amante vengativo, me restringe nuestro tiempo juntos. Si me atrevo a desafiarlo, me castiga con piel enrojecida, irritada, con una alergia incomoda. Aprendí a vivir con esa distancia, a aceptar que no puedo entregarme del todo a él.

Así que lo disfruto desde la sombra. Lo miro a cierta distancia, dejo que la brisa tibia roce mi piel y me recuerde que, aunque nuestra relación no sea cercana, sigue presente en mi vida. Y me basta. Porque me recuerda que las crisis pasan, que los momentos difíciles terminan y que, tarde o temprano, vuelve a salir el sol, junto con la libertad, las ganas de jugar y la vida sigue.

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