Siempre he disfrutado del sol. Sentir sus rayos sobre mi piel me llena de vida y energía, sobre todo después de una crisis de salud. Creo que esa sensación viene de la infancia. Durante años padecí asma, y cada recaída me condenaba a quedarme dentro de la casa, arropada entre cuatro paredes que sentía como una cárcel. El polvo y el viento podían agravar mi frágil estado, y mi abuela repetía una y otra vez que era mejor no salir.
Por eso, cuando la crisis terminaba y al fin podía volver a jugar, el sol era mi recompensa. Recuerdo esos días como el regreso a la normalidad, podía comer helado, salir con mis amigas, quitarme el suéter impuesto por mi abuela y sentir de nuevo la libertad en la piel. Y siempre o al menos así lo recuerdo, eran días soleados.
El sol y yo hemos mantenido una relación de amor y odio, otra ironía en mi vida. Me fascinan la playa y los días iluminados, pero él, como amante vengativo, me restringe nuestro tiempo juntos. Si me atrevo a desafiarlo, me castiga con piel enrojecida, irritada, con una alergia incomoda. Aprendí a vivir con esa distancia, a aceptar que no puedo entregarme del todo a él.
Así que lo disfruto desde la sombra. Lo miro a cierta distancia, dejo que la brisa tibia roce mi piel y me recuerde que, aunque nuestra relación no sea cercana, sigue presente en mi vida. Y me basta. Porque me recuerda que las crisis pasan, que los momentos difíciles terminan y que, tarde o temprano, vuelve a salir el sol, junto con la libertad, las ganas de jugar y la vida sigue.
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