Hace un par de años tomé un curso de creatividad que me cambió la vida. Confieso que, cuando me hablaron del tema, me entusiasmé creyendo que iría por la línea de la creatividad publicitaria, un mundo que siempre me fascinó. Reconozco que soy una publicista frustrada. Siempre soñé con pertenecer a ese universo poco entendido. Siempre me rodeé de amigas y conocidos que trabajaban en agencias, productoras y medios que me parecía un entorno seductor. Pero la vida me llevó por otros caminos y pensé que este curso sería al menos una ventana a ese mundo platónico. No podía estar más equivocada.
El curso resultó ser de creatividad pura, nada teórica y mucho menos publicitaria. Una creatividad que te lleva a recordar tu esencia, tu niño interior, la curiosidad ingenua de la infancia. También te confronta con los momentos difíciles que marcan esa etapa, con los parteaguas que poco a poco nos arrebatan la inocencia y las ganas de vivir cada minuto como si fuera único.
A partir de esa experiencia entré en el mundo del coaching, que ahora me resulta fascinante. También encontré un grupo de amigas creativas que se volvieron una luz en mi vida. Hoy, al recordar mi niñez, pienso de nuevo en esos ejercicios semanales del curso, eran un regreso a lo esencial, a los años en que lo único importante era jugar.
Recuerdo que una semana me propuse recuperar esas pequeñas cosas que amaba de niña. Tomarme una granizada, disfrutar un helado de carreta, comprar una muñeca, sentarme en un parque a mirar la naturaleza, retomar mis lecturas solitarias, dibujar de nuevo. Eran placeres sencillos que no sé en qué momento el ruido de lo cotidiano me arrebató.
Hoy, en honor a esos días luminosos, me comí un elote loco. Y me supo glorioso. Quiero retomar esos buenos hábitos. Comer, hacer y pensar en lo que me haga sentir viva.

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