Vocación
Ejercicio Claro-Oscuro de un Personaje (Taller Nos)
Un nuevo día. Doy gracias a Dios por ello. Siempre he pensado que un día es una vida en miniatura. Me permite volver a empezar, reinventarme, intentar ser mejor persona.
Desde que inicié esta profesión estoy convencido de que es mi vocación. Ayudar, servir, escuchar las historias íntimas y reveladoras de desconocidos. Comprender cómo nos flagelamos por nimiedades y dejamos de lado lo esencial. Siempre me gustó el silencio, pasar tiempo conmigo mismo. Y en este lugar, donde paso casi las veinticuatro horas, respiro esa paz que inunda el alma y fortalece.
No siento las horas. Hay tanto que hacer, tanto que acompañar. Los talleres con niños los fines de semana, la comida para los indigentes los lunes y viernes, las reuniones con el alcalde para recordarle promesas que se olvidan después de la campaña. Todo el día desfilan personas por mi oficina, algunos con peticiones, otros en busca de consejo o simplemente de alguien que los escuche. Se demanda mucho de mí, pero lo hago con gusto. Es mi pasión, y poder vivir de lo que amo es un regalo de la vida. ¿Cómo no sentirme agradecido?
Pero llega el sábado por la noche y despierta en mí otro ser. Como un hombre lobo dejo atrás esta piel de humano que me aprisiona. Me libero, me convierto en bestia. Estoy tan acostumbrado a contener mis pensamientos y deseos que ya es un hábito, casi un estilo de vida. Luego me detengo y pienso, esto también es amor. No el convencional, no como lo dictan las buenas costumbres, pero amor al fin.
Desde niño supe que era distinto. A los catorce despertó en mí el deseo, y tuve mi primera experiencia. Aún recuerdo su olor, la suavidad de su piel, esos instantes clandestinos que solo caben en la memoria de dos. A los dieciocho decidí entregarme por completo a mi vocación, era mi salida, mi escondite, mi manera de alejarme de un mundo que no entendía y que tampoco me entiende, donde mis pensamientos y mis gustos son prohibidos.
Hoy mis tiempos de libertad se reducen a unas pocas horas los fines de semana. Nos reunimos en el mismo apartamento, los de siempre, los conocidos, los que tenemos lo mismo que perder si algo se filtra más allá de esas cuatro paredes. A veces me asalta la culpa, pero no me dura. Doy tanto a los demás que siento que me merezco este espacio para ser quien soy en realidad. Tomé algo de dinero de caja chica para comprar el vino y los quesos que llevé a la reunión. Nadie lo nota; la auditoría también es parte de mi trabajo.
Entro y saludo. Todas son caras conocidas. Y entonces lo veo. El corazón me delata. Nos alejamos del grupo y nos entregamos a lo nuestro.
Domingo, seis de la mañana. Me levanto apurado, con la resaca del vino y el desvelo. Debo reponerme, ponerme el disfraz con el que soy reconocido y respetado. Olvidé la sotana blanca. Tengo que dar misa a las siete.
Dios bendiga mi semana.
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